La isla bajo el mar

«Baila, baila, Zarité, porque esclavo que baila es libre… mientras baila.» La isla bajo el mar - Isabel Allende. La azarosa historia de una esclava en el Santo Domingo del siglo XVIII que logrará librarse de los estigmas que la sociedad le ha impuesto para conseguir la libertad y, con ella, la felicidad. Lectura obligada antes de viajar a Haití. 


Sus fragmentos me acompañan en este viaje, palabras que hablan de esclavitud y libertad… mientras mis mejillas frías pegadas al cristal de la ventanilla del bus desde la frontera norte que separa República Dominicana y Haití, hasta llegar a Cabo Haitiano. No sólo es una frontera geográfica y política, sino también una frontera de contrastes. Vegetación versus deforestación. Vida versus pobreza. Ríos verdes versus ríos color chocolate. Rasgos dominicanos versus negros azabaches haitinaos. Español versus kreol. Frontera de realidades encontradas. Países tan diferentes aunque iguales.

Y llegamos por fin a Le Cap. Con sus verdes orillas bañadas por las aguas del Atlántico, la segunda ciudad más importante de Haití y centro económico del Departamento del Norte es un encuentro con la historia y el legado cultural del primer país de América Latina en obtener su independencia.




Le Cap fue la capital de Saint Domingue durante años, hasta que los franceses decidieron trasladarla a lo que ahora es Puerto Principe, al sur de la Colonia.

La historia es cruel. Cientos de miles de hombres y mujeres africanos, raptados de sus aldeas, arrasadas, llegaban a Le Cap en calidad de esclavos, hacinados en galeras. Los Gran Blancs, franceses terratenientes dueños de grandes extensiones de caña y productores de azúcar, preferían sustituir a los esclavos por otros más fuertes cuando morían o ya no eran rentables, a alimentarlos bien, proveerlos de asistencia médica o asegurar su descanso. Los mercados de esclavos eran como mercados de ganado. No, eran peor. Una exposición del producto humano, en fila india y al desnudo: “Compre amigo, compre, bueno, bonito y sobre todo, muy pero que muy barato”.

Sufrimiento, violación, humillación, castigos, hambre, muerte... esclavitud durante muchos años, hasta que la revolución y libertad de Saint Domingue fueron posibles en los primeros años del 1800, creándose así una nueva nación bajo el nombre de “República negra de Haití”, la primera república independiente negra del mundo. Bajo una nueva bandera roja y azul, en Haití,  todos los ciudadanos serían llamados nègs, y todos los extranjeros blancs, fuera cual fuera el color de su piel -hoy todavía es así-. 

Ahora Le Cap se llama Cap-Haitienne, Okap en Kreol, y es la segunda ciudad de Haïti, Ayiti en kreol.

Un centro histórico que conserva esencia colonial francesa en su edificios de grandes y estrechos ventanales, imponentes balcones, fachadas descuidadas pero coloridas alrededor de una plaza de ajetreada actividad: Bailes improvisados, viejitos de pausadas charlas, niños jugueteando y vendedores ambulantes. Nosotros 3 y Conrad, un fichaje americano sacado de una peli documental look James Dean que recorre el norte en moto, que conocimos en el hostel y quien se convirtió en compañero de viaje por Le Cap.


  

Prestige, no podía tener otro nombre, la prestigiosa cerveza haitina… simplemente deliciosa! Las horas que pasamos sentados por la plaza, observados por todos los vecinos, charlando e intercambiando vivencias y experiencias divinas y humanas, fueron tan enriquecedoras como las dedicadas a caminar la ciudad o las de observación desde el malecón. 



 
 
 
 

Cada cerveza fue un encuentro con alguien, un intercambio de palabras, de gestos, de momentos singulares compartidos con los locales de esta ciudad, que por un instante, se me escapa de la realidad Haitiana que yo imaginaba, mas pobre y más amarga.


Madrugo para observar desde el balcón del hostel como los vecinos comienzan su día limpiando las calles cuando apenas el sol aparece tras la montañas, las vendedoras cargadas con avituallamiento diverso bien colocado en cestas que portan en la cabeza, como si fuera una extensión de su cuerpo anuncian que el día comienza en la ciudad.

 

Alquilamos 2 motos para llegar hasta Milot, donde se encuentran las ruinas de Sans Souci construido en el siglo XIX para rivalizar con Versalles , es obra de Henri Christophe, héroe de la guerra de independencia y la Ciudadela Laferrière. El trayecto es simplemente delicioso, vida en la carretera, niños y no tan niños alucinando al ver blancos motorizados.

   
  


Deambular por las ruinas del palacio te transportan a su historia.
    

 Subimos hasta 900m de altitud hasta llegar a la Ciudadela Laferrière. También construida por Christophe tras la independencia para defender la parte norte de la isla ante un posible regreso de los franceses. Las vistas desde lo alto son espectaculares, y hasta dicen se puede divisar la isla de Cuba en un día claro Obviamente no tuvimos esa suerte, pero disfrutamos del paseo, de la soledad del lugar, de la imponencia de su construcción y de los niños que se sumaban a nuestro andar que regalaban inocencia y miradas cautivadoras.

   


Poco más, volvemos directos al aeropuerto, nos despedimos de Conrad hasta la próxima y subimos a la avioneta que nos llevará hasta un destruido Puerto Príncipe que sigue siendo la capital y primera ciudad del país hoy. Una ciudad de 1 millón de habitantes donde viven 2 millones. Gris y triste. Y ahí que llegamos.
Julio de la ONG Techo nos recoge en el aeropuerto, bueno, en realidad en mitad de la carretera, a la peruana deportiva, el sueco borracho y a la maja gitana que deambulaban de un aeropuerto a otro flipando con el tráfico, el gentío y el gris. Para llegar hasta casa tuvimos que subirnos en los característicos tap tap, furgonetillas con cajas cerradas sin máxima capacidad y en consecuencia, a veces, con poca respiración. Para bajarse, hay que tocar el tap-tap,.. un clavo que cuelga al final de la caja sobre el cristal de la parte de atrás del conductor. Ese es el ruido de la próxima parada estilo haitiano.

Datos, historias y anécdotas alrededor de una cena curiosa: una mexicana, una guatelmalteca, un nicaraguense, un haitiano con perfecto español, una de martinica y el trío maravillas. Todos viven y trabajan aquí en Puerto Príncipe, y sus días son toda una experiencia lidiando con la pobreza y la realidad de este país desgraciado. Perfecta noche de aterrizaje para entender un poco más las muchas dudas que me plantea el estado vital de Haiti y de sus gentes.

 
 

Durante las pocas horas que anduvimos solos por la ciudad, hicimos todo aquello que no se debe: 
1.- Meternos en un atiborrado mercado en una zona no identificada un domingo, y 2.- Colarnos, casi por casualidad en una manifestación en el centro de la ciudad. De la primera salimos vivos pese a la amenaza de un vendedor de carbón que casi me estampa la cámara en la cara. De la segunda, también inmunes gracias al refugio que encontramos tras la valla del Museo de Historia, desde donde pudimos ver el mogollón de gente enfurecida e indignada que corría por las calles.

  

Juan, como casi un salvador, nos rescató de la realidad y nos llevó hasta las catacumbas de la historia de este país (literal, pues el museo está bajo tierra). Y de nuevo, en la superficie, más realidad y más sobrecogedora. Paseamos por el centro tan castigado de la ciudad y sus emblemáticos monumentos que hoy son también literalmente, ruinas de un pasado glorioso: El Palacio Real y una de las más antiguas catedrales del Caribe: Catedral de Notre Dame de Port-au-Prince.


 


Alrededor de ellas y por todo el barrio de Le Ville, el más castigado por el terremoto, suciedad, pobreza, basura y casas de plástico. Un dibujo imperfecto e inacabado de lo que es hoy esta ciudad. Pero detrás de esas ruinas, se encuentra la realidad del hoy de Haití: niños hambrientos, familias sin techo, gente que anhela un futuro y una vida sin lastres.

  

Y cómo hace casi 200 años, de nuevo, miles de haitianos sueñan con la reconstrucción de su país y con su libertad.